viernes, 17 de junio de 2011

Durango. Lunes 6 de junio de 2011


Kilómetros recorridos: 1303.

Recién habíamos abordado el autobús 1 para proseguir la travesía, todavía estacionados en la ciudad de Zacatecas, cuando Olga Reyes ofrece el enésimo testimonio de su múltiple tragedia al enésimo medio de comunicación, esta vez al medio electrónico extranjero Narco News, dirigido por Al Giordano. Olga ha sido especialmente abierta para compartir su historia, reviviendo de paso el inmenso dolor producido por sus seis muertos, con sus responsables impunes a la fecha. La juarense por adopción –Olga nació en San Pedro, Coahuila pero fue criada en la ciudad fronteriza- parece creer que entre más medios difundan las infamias que ha sufrido, la cloaca de impunidad y corrupción terminará por colapsar y por fin se le hará justicia. ¿Cuántas veces más tendrá Olga que contar su dolor frente a un micrófono, frente a una grabadora?

Dejamos el pueblo natal del también ilustre Manuel M. Ponce para adentrarnos un poco más en el desierto. Mejor dicho, en la tierra de nadie. El árido Sombrerete, bañado por la densa luz del sol de media tarde, parece más bien desde la carretera un pueblo fantasma y no la quinta ciudad más importante de la provincia zacatecana.

En el camino nos enteramos de la respuesta de la Secretaría de Seguridad Pública federal al cateo ilegal en el Centro Paso del Norte. Nos comunican que estaban buscando a un narcomenudista en las instalaciones del centro y –deducimos- por eso violaron la ley. En México, por desgracia, ya no nos extrañan ese tipo de bajezas cometidas a manos de las autoridades que se vanaglorian de combatir el crimen organizado. Por su parte, también surge la especie de que, de acuerdo con una fuente de Olga Reyes, una patrulla de policías federales había tirado un cuerpo muerto –sí, tirado, como si fuera basura- en un paraje solitario de algún rincón de Cd. Juárez el día anterior. Es la brutalidad y el salvajismo de ambos bandos de la guerra como norma.

Nos sumergimos en Durango, el estado más pobre del norte del país; pareciera que estoy llegando a otro planeta. Nos dan la primera de cuatro bienvenidas en el minúsculo municipio de Vicente Guerrero donde estuvieron esperando más de cuatro horas para vernos unos cuantos minutos. Un puñado de mujeres y jovencitas hicieron el esfuerzo sobrehumano de vencer el miedo que los grupos de narcotraficantes les han impuesto y salieron a la calle. El miedo y la impotencia de ver como sus niños son levantados un día sí y otro también, para convertirlos en matones desechables. En Vicente Guerrero, nos susurran las lugareñas, ya perdieron la cuenta de los desaparecidos.

Son las 7:40 pm y, por increíble que parezca, el sol está cociéndonos la piel. La segunda parada toma lugar a las afueras de la pomposamente llamada Planta Centauro de Bio Pappel de Kraft. Nos saluda un pequeño grupo de automovilistas manifestantes con mantas que reclaman la autonomía de la Universidad Juárez del Estado de Durango (UJED). En más de 1000 km recorridos, es la primera vez que una universidad pública dice “esta boca es mía” y se adhiere al esfuerzo ciudadano de la caravana. ¿Dónde estuvieron las universidades de Michoacán, San Luis Potosí y Zacatecas?

La tercera bienvenida sucede en el puente peatonal que comunica un lado de la carretera con la colonia Valle del Guadiana. Al pie del puente, Francisco Rodríguez, de 6 años de edad, sostiene con ambas manos un cuadro de su padre asesinado cuando su madre le grita que Javier Sicilia acaba de llegar con la caravana. El niño corre desesperado hacia Javier y cae al suelo sin soltar el cuadro. Él y la familia Rodríguez están urgidos de hablar con el escritor. Durango se ha vuelto vanguardia de lo más despreciable: en Valle del Guadiana se han exhumado, hasta el 15 de junio, 242 cadáveres de las fosas clandestinas.

Finalmente la caravana entra en la capital de los alacranes por avenida 20 de noviembre. Impacientes y después de más de 5 horas de espera, los duranguenses nos dan la más cálida de las bienvenidas en cuatro estados recorridos: aplausos, agradecimientos y vivas suenan por todos lados. A la altura de la tienda Soriana comienza la procesión. En sentido contrario los jóvenes, los ridículamente muy jóvenes reclutas de la academia de policía estatal también saludan a la caravana trepados en las cajas de sus pickups. Un caravanero desliza: “es una pinche oportunidad en la vida, que en realidad es la muerte”, en referencia al “futuro” que les espera a esos escuincles.

El ambiente es al mismo tiempo una alegría y una tensión cuando doblamos hacia el kiosco de la plaza principal, de espaldas a la catedral de Durango. Yayo y la improvisada banda filarmónica de la caravana van cantando y bailando la consigna que se convirtió en el tema del movimiento: “basta-ya-de-guerra, queremos-ya-la-paz”. No sospechamos aún que el canto y la música serán ahogados en breves instantes debajo de la avalancha del horror.

Socorro Soto, escritora local y activa organizadora del evento en Durango ve providencia en la ocasión: “no hay coincidencias, vienen desde la tierra del Caudillo del Sur, Emiliano Zapata, a la tierra del Centauro del Norte, Francisco Villa”. Comienzan los testimonios con el caso emblemático del señor Polo Valenzuela, vecino del municipio de Nuevo Ideal que denunció el secuestro de su hijo –que nunca apareció- ante todas las instancias: la Procuraduría de Durango, el Ejército, la Marina, la SIEDO y hasta Los Pinos. Todos lo desoyeron aún cuando el propio don Polo dio con el lugar donde tenían secuestrado a su hijo. Un día, en febrero pasado, llegaron a cobrarle el precio de su dignidad y su valentía: lo asesinaron. Su nuera es el único bastión que queda en pie de la familia avasallada. Desesperada y rabiosa les grita a sus paisanos: “¿qué es lo que quieren? Que mañana mismo digan en la calle: ‘¿se acuerdan la que habló en el templete en zócalo?’ ¡Pues ya la mataron también!”.

Están también las madres de jóvenes asesinados por “equivocación” a manos del crimen organizado. O las madres de jóvenes que fueron escarmentados con el precio de su propia vida por no acceder a convertirse en chacales para los cárteles. En el micrófono, una mujer habla por las viudas duranguenses de policías caídos. Denuncia que para obtener las pensiones se les prohibe trabajar y volver a casarse, y por si fuera poco, los pagos ni siquiera alcanzan para medio vivir. Indignada, la agraviada concluye: “a lo mejor el señor Joaquín Guzmán o el señor Zambada sí tienen la sensibilidad que necesitamos las viudas”.

En medio del mar de lágrimas de propios y extraños, de entre la multitud oyente surge un hombre, trabajador del campo, que interrumpe a gritos a la víctima en turno para intentar dar su propio testimonio. A simple vista, el sujeto parece no encontrarse en sus propios cabales, aunque se expresa muy articuladamente. Cuando logra ser escuchado por un grupo de caravaneros, el señor nos cuenta sus dolores. Un primo suyo osó repeler con su pistola la lluvia de fuego sin sentido que los militares le propinaban en un retén allá por la sierra. Hirió a uno de los soldados sin matarlo y en represalia los mandos castrenses movieron a todo un pelotón, con helicópteros y perros de presa para hallar al atrevido pariente. Nunca lo volvieron a ver. También le secuestraron a un amigo y los plagiarios tienen amenazados ambas familias, la del desaparecido y la suya propia. Exacerbado y desfigurado por la desesperación, el hombre no para de vomitar una o una las historias de las que ha sido testigo y que, asegura, todo mundo conoce en Durango. Nos cuestiona: “¡díme! ¿qué harías tú, si ves que a tu gente la matan todos los días en pleno boulevard, eh?”. Casi sin darnos cuenta, un lugareño se había acercado con su esposa e hijas a escuchar lo que decía aquel pobre cristiano, una vez que este terminó nos confió: “es cierto todo lo que dijo, todo eso pasa en Durango”.

Mientras, en el templete, Grecia Oliva nos da una bienvenida más, esta vez de manera muy peculiar. “Bienvenidos a esta hermosa ciudad que es Durango: colonia, tranquila y callada. Bienvenidos a esta ciudad donde los duranguenses no salen a las calles porque viven metidos debajo de sus mesas y sus camas ó, peor aún, porque ya no están sino debajo de la tierra de una narcofosa”. Grecia critica duramente a su gente y sentencia: “si hoy no lloras Durango, si hoy no haces consciencia, Durango estará perdido”.

Es casi medianoche y esta vez Julián LeBarón no puede decir gran cosa con la voz quebrada y la mirada acuosa. Así de devastados estamos todos los caravaneros, de ver y escuchar el dolor infinito de esta gente que está perdiendo la razón en un infierno sin audio. Sin embargo, Julián intenta salvar su intervención invitando al templete a Oscar Hernández, expolicía del Estado de México. Oscar se adhirió a la caravana y siempre viste su uniforme, sin estrellas ni insignia; se dio cuenta de que estar del lado de la “seguridad” no era la solución. Fuera de micrófonos, Oscar le contó a los caravaneros que fue su hijo pequeño el que lo hizo reflexionar sobre su trabajo. El niño cuestionaba a su padre si este mataba o levantaba gente inocente, o si estaba pagado por los narcos. Así fue como Oscar renunció. “No dejen que sus hijos se conviertan en máquinas de matar”, exhortó el mexiquense.

Sobre una jardinera, cuelgan de los ficus las botas mudas de los desaparecidos, esperando que un día sus dueños vuelvan a caminar con ellas. ¿Dónde están?

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